A sus 36 años, Samantha Gámez Torróntegui demuestra que no hay imposibles. Ella nació con un pronóstico reservado, ese fue su primer reto; hoy es mamá, profesionista y ejemplo de superación en Culiacán
Por: Francisco Castro
Cuando los médicos dijeron que no viviría más que unos años, su madre decidió creerle a la esperanza. Hoy, 36 años después, Samantha Gámez Torróntegui es el vivo ejemplo de que los milagros no siempre ocurren en un instante: a veces se construyen día a día, con amor, paciencia y una fe inquebrantable.
Samantha nació después de un embarazo postmaduro —más de 42 semanas en el vientre—, pesando apenas dos kilos con 250 gramos.
Llegó al mundo con hipotiroidismo, un soplo en el corazón y un diagnóstico desalentador: “No va a caminar, no va a hablar, y nunca podrá ser madre”, le dijeron a su mamá, la maestra Amparo Torróntegui.
Pero la historia no terminó ahí. Hoy, Samantha es licenciada en Diseño Gráfico, madre de un niño de nueve años con espectro autista, y estudiante del curso de Cultora de Belleza en el Centro de Desarrollo Integral No.1 “Margarita Maza de Juárez” (DIF Palmito).
Su vida, dice, ha sido un desafío constante, pero también una fuente de orgullo.
“Me decían que nunca podría ser mamá, y aquí estoy, con mi hijo Alonso. Él me enseña todos los días a ser paciente, a no rendirme. Cuando me ve triste, me abraza y me dice: ‘Mamá, tranquila, todo está bien’”, cuenta Samantha para Tus Buenas Noticias.
Una infancia feliz entre terapias y sonrisas
El relato de su madre, la maestra Amparo, parece sacado de una novela sobre coraje y fe. Desde las primeras semanas de embarazo, los médicos le advirtieron que su vida corría peligro y que debía interrumpir la gestación.
“Me dijeron que si continuaba podía morir, o que mi bebé nacería con graves secuelas. Pero yo respondí: ‘En mi cuerpo mando yo, y mi hija se queda mientras Dios quiera’”, recuerda.
El embarazo fue difícil, marcado por más de 20 amenazas de aborto. El hipertiroidismo de Amparo y los medicamentos afectaron el desarrollo del feto. Cuando Samantha nació, era tan pequeña que cabía en una caja. “Dormía horas sin pedir alimento, y yo lloraba pensando que se me iba a morir”, dice su madre.
Contra toda predicción, Samantha sobrevivió. Aprendió a sentarse a los nueve meses, a gatear al año y a hablar cerca de los tres. Pasó su infancia entre consultas médicas, terapias de estimulación, ejercicios físicos y sesiones con especialistas. Aun así, Amparo asegura que su niñez fue feliz:
“Ella nunca lloró porque la atendieran. Siempre sonreía. Dondequiera que íbamos, se sentía querida”.
Esa sonrisa, que se volvió su sello, la acompañó toda la vida. “Yo entendí que tenía que hacerla independiente, porque yo no soy eterna”, explica la maestra. “Mis otros hijos eran pequeños, pero todos hicimos equipo. Les dije: ‘Va a venir una hermanita enferma, tenemos que sacarla adelante’. Y así fue”.
Una mujer que aprendió a transformar los límites
Samantha creció en la colonia Salvador Alvarado, en Culiacán. Su curiosidad la llevó a estudiar Diseño Gráfico, aunque en un principio soñaba con ser veterinaria. “Estudié en el ICAT. No sabía nada de diseño, pero me llamó la atención y al final me encantó”, cuenta.
Con el título en mano, Samantha sigue aprendiendo. En el DIF Palmito ha cursado talleres de uñas acrílicas, corte de cabello, peinado, maquillaje, masajes faciales y pedicura.
“Me mantiene activa, me da tranquilidad. Prefiero ocuparme en aprender que estar preocupada por lo que pasa afuera”, dice.
Su jornada comienza antes del amanecer. Se levanta a las cinco y media para preparar el desayuno de su hijo, lo lleva a la escuela y luego asiste a sus clases en el centro comunitario. Por las tardes, vuelve a casa a cuidar y jugar con Alonso.
“Él me mantiene activa. Jugamos ajedrez, armamos LEGO, pintamos. Es mi mejor maestro de paciencia”.
También encuentra refugio en el arte. “Me gusta pintar playeras. Busco ideas en internet, las modifico y las hago mías. No dibujo perfecto, pero tengo buen ojo para el diseño y la fotografía”, comenta con orgullo.
El poder del amor que no se rinde
La historia de Samantha no puede contarse sin la de su madre. La maestra Amparo fue su guía, su enfermera, su terapeuta y su mayor ejemplo.
“Ella representa para mí la fuerza. Siempre me decía: ‘Tú puedes, sé paciente, no te desesperes. Lo que tú haces, tu hijo lo aprende’. Gracias a ella soy lo que soy”, afirma Samantha.
Amparo, por su parte, se emociona al hablar de su hija: “Para mí, Samantha es un milagro. Los médicos se equivocaron. Ella camina, habla, estudió una carrera, es mamá y, sobre todo, es feliz. Me siento satisfecha. Le agradezco a Dios no haberme rendido”.
Una lección para los días difíciles
En tiempos en que las noticias suelen hablar de pérdidas, violencia o desesperanza, la historia de Samantha ofrece una mirada distinta: la del valor de seguir caminando, incluso con los pies cansados.
“Que la vida sigue, que no hay razón para sentirse apagados”, dice ella con serenidad. “Siempre hay alguien que te recuerda que eres importante y que puedes con eso y más”.
Hoy, mientras imagina su futuro, Samantha sueña con abrir su propio salón de belleza y dar clases, tal como su madre. “Me gustaría enseñar, ayudar a otras personas. Si yo pude, otros también pueden. Solo hay que creerlo”.
Su hijo Alonso, por su parte, ya tiene sueños propios: quiere ser paleontólogo y maestro. Y su madre, fiel a su estilo, lo acompaña paso a paso. “Lo voy a apoyar en todo. Si ahora puede con tanto, más adelante podrá con todo”, asegura.
La historia de Samantha Gámez Torróntegui no es solo la crónica de una mujer que venció los límites de la medicina. Es la historia de una madre que apostó por la vida cuando todos le decían que no valía la pena intentarlo. Es una historia de amor que engrandece de humanismo a su comunidad.