Doña Lidia Sofía: 23 años alimentando mañanas y fortaleciendo comunidad en Los Huertos

En Culiacán, Doña Lidia Sofía lleva más de dos décadas alimentando a Los Huertos con sus famosos atoles de pinole, avena y chocolate, y gorditas de receta familiar. Esta mujer convirtió un puesto sin letrero en el corazón de la comunidad

Por: Francisco Castro

En la colonia Los Huertos, en Culiacán, existe un punto de encuentro tan cotidiano como entrañable: el pequeño puesto de atoles y gorditas que, desde hace 23 años, sostiene con dedicación la señora Lidia Sofía Camacho Leyva

Doña Sofía es una mujer de 65 años que ha convertido el fogón y la sonrisa en una forma de servicio público no oficial, pero profundamente valorado por generaciones de vecinos, estudiantes y trabajadores del sector norte.

El negocio de gorditas y atoles le ha permitido a doña Sofía desarrollar una red de amistades, clientes, vecinos y conocidos que la buscan porque saben que ahí, además de comida, siempre encuentran buen ánimo.

Qué ocurre cada mañana

De lunes a viernes, y también los fines de semana gracias al relevo de su hija, decenas de personas se acercan entre las 6:00 y las 9:00 de la mañana a la esquina de avenida del Bebedero y calle Vereda, justo frente a la Primaria Cipriano Obeso Camargo. 

Ahí, a solo unos metros del Jardín de Niños Gabilondo Soler, los espera doña Sofía con tres atoles tradicionales —pinole, avena y chocolate—, además de sus gorditas de harina freídas en fogón.

Todo es elaborado con una receta que heredó de su madre y perfeccionó a fuerza de observar, preguntar… y de “ser bien metiche”, como dice riendo para Tus Buenas Noticias.

Quién es la mujer detrás del fogón

Antes de ser vendedora, Lidia Sofía fue aprendiz silenciosa en su casa de infancia, en Las Cucas y Los Mezcales.

Su madre, como muchas cocineras de aquella época, cuidaba sus recetas con celo. Nada de instrucciones detalladas: “Fíjate cómo lo hago”, le decía. De ahí nació su gusto por la cocina y su insistencia en dominar el punto exacto de la masa y el sabor del atole.

Casada y con tres hijos, vivió un breve tiempo en la colonia Lombardo Toledano, donde también vendió atole de manera esporádica. Sin embargo, fue en Los Huertos donde encontró estabilidad, comunidad y una clientela fiel que la ha acompañado por más de dos décadas.

Hoy comparte el negocio con su esposo, quien después de dedicarse a la conducción de camiones dejó la profesión por problemas de salud.

Él prepara cada madrugada el atole, el chocolate y la avena; mientras ella deja lista la masa desde la noche anterior y se encarga del fogón, la atención y el ambiente cálido que caracteriza el lugar.

“Si voy a amasar, tengo que estar contenta, no enojada, porque todo se nota”— dice entre risas, como si revelara un secreto culinario.

Con esfuerzo, Lidia Sofía y su esposo lograron construir un hogar sencillo y cómodo, suficiente para vivir con dignidad, además de criar a sus tres hijos ya independientes todos.

Cuándo comenzó este servicio comunitario

La historia formal del negocio cumple ya 23 años. Todo inició cuando la familia se mudó a Los Huertos. Con escasos recursos, pero con una firme voluntad de trabajar, doña Sofía improvisó su primer puestecito con lo que había: una mesita de fierro, una silla, una hornilla de ladrillos y leña.

Vendía solo atole de pinole y gorditas. Con el tiempo, al ver que la clientela crecía, añadió avena y chocolate, bebidas que pronto se volvieron favoritas de niños y trabajadores que pasan rumbo a sus labores.

Aunque las ventas han fluctuado por situaciones difíciles como la pandemia o los episodios de violencia que han sacudido a la ciudad, doña Lidia asegura que jamás se ha quedado sin vender. Cada día lo inicia con ánimo, con oración y con una frase que repite con serenidad:

“Si hoy no vendo, mañana será”. Esa filosofía ha sostenido no solo su negocio, también su hogar.

¿Por qué su presencia importa?

El puesto está ubicado frente a una escuela primaria, en un punto de paso natural para estudiantes, familias y trabajadores de varias colonias: desde la Lombardo Toledano y Las Cerezas, hasta La Alameda, la Loma de Rodriguera y zonas alrededor de la carretera a Mojolo.

La mezcla de clientela convierte el espacio en una suerte de microcomunidad matutina.

Para los niños, ese fogón significa un desayuno calientito antes de clases. Para los adultos, es una parada que combina alimento, rapidez y buen trato. Y para quienes ya son clientes de años, es un ritual con sabor a hogar.

“He comido gorditas en muchas partes, pero como las de usted no hay otras”, le dicen. Y ella sonríe, se eriza un poco de orgullo y bromea: “Me siento como un pavo real”.

Su atención es parte clave del atractivo. Lidia Sofía tiene la habilidad de transformar la seriedad de un cliente apresurado en un gesto amable. Asegura que una sonrisa y un “Dios le bendiga” pueden cambiar el ánimo de cualquiera.

Además, practica algo que considera regla no escrita de su trabajo: confiar. Si un vecino llega sin dinero, igual se lleva su desayuno. Para ella, lo importante es servir, porque —dice— “si no pagan, el de arriba lo paga”.

Un oficio que construye comunidad

En tiempos donde las rutinas aceleradas suelen borrar el contacto humano, la presencia de personas como doña Sofía recuerda el valor de lo cercano. Cada mañana ofrece más que bebida caliente: ofrece conversación, pertenencia, constancia, un punto fijo donde las cosas siguen funcionando a pesar de las crisis.

Su historia es una muestra sencilla —y por eso mismo valiosa— de cómo un oficio tradicional puede convertirse en un pilar de barrio.

Su fogón, su mesa y sus ollas son testigos de generaciones de estudiantes que han crecido desayunando ahí, de vecinos que atraviesan la vida entre saludos, y de una mujer que decidió que su mejor herramienta para salir adelante sería levantarse siempre con optimismo.