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La vida entre papel, engrudo y esperanza: el legado de Angélica Camarena en la Nakayama

La historia de Angélica Camarena, artesana de la colonia Nakayama, muestra cómo las piñatas se vuelven sustento, terapia y tradición comunitaria tras más de dos décadas de trabajo dedicado al sur de Culiacán

18 diciembre, 2025
Desde la colonia Antonio Nakayama, Angélica Camarena ha convertido la elaboración de piñatas en sustento, terapia y tradición comunitaria durante más de dos décadas. Esta es su historia. | Imágenes de Lino Ceballos
Desde la colonia Antonio Nakayama, Angélica Camarena ha convertido la elaboración de piñatas en sustento, terapia y tradición comunitaria durante más de dos décadas. Esta es su historia. | Imágenes de Lino Ceballos

En el sur de Culiacán, donde las calles guardan historias de familia, esfuerzo y comunidad, vive Angélica María Camarena Zazueta, una mujer de 51 años que encontró en las piñatas no solo una manera de sostener a sus hijos, sino un refugio emocional que la acompaña desde hace 21 años. 

Su hogar, ubicado por calle Martín Luis Guzmán No.3190, en el fraccionamiento Antonio Nakayama, es también el taller donde el papel periódico, el engrudo y la paciencia se convierten en coloridos símbolos de celebración para el sur de la ciudad.

Cada año, Angélica produce alrededor de 80 piñatas, y en cada una deja un pedacito de sí misma: la paciencia, la lucha, la terapia, el sustento y el cariño que siempre la han acompañado.
Cada año, Angélica produce alrededor de 80 piñatas, y en cada una deja un pedacito de sí misma: la paciencia, la lucha, la terapia, el sustento y el cariño que siempre la han acompañado.
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Su historia inició casi por intuición. “Voy a hacer una, a ver cómo me queda”, recuerda con una sonrisa para Tus Buenas Noticias.


La primera vez que se animó, elaboró 20 piñatas sin saber si alguien querría comprarlas. Pero las vendió todas. Ese impulso inicial se volvió ruta, y aquella tímida prueba se transformó en un oficio que no ha parado, ni siquiera cuando la salud le puso retos inesperados.

Un arte que nació sin plan, pero con corazón

Los primeros pasos de Angélica en el mundo de las piñatas fueron improvisados, como suelen iniciar las mejores historias. Sin experiencia en manualidades, decidió intentarlo movida por la curiosidad y por la esperanza de que aquello pudiera significar un ingreso extra para su hogar.

Pronto descubrió que el reto mayor eran los conos, esos que deben quedar parejitos para que la estrella luzca perfecta. Si uno salía chueco, había que quitarlo y volverlo a colocar.

“Ahí agarré práctica”, cuenta.


A lo largo del año, Angélica organiza su proceso como una verdadera maestra artesanal. Entre julio y agosto empieza a fabricar las bolas base, hechas con globo y capas de papel periódico —que considera más manejable que cualquier otro papel—.

Cada una tarda entre cuatro y cinco días en secarse. Luego les abre la ranura, coloca el mecate y las guarda con cuidado en un cuarto especial. Ya en noviembre llega el momento de “vestirlas”: el papel metálico, los flecos y los colores vibrantes que definen la temporada de posadas.

Sus diseños más vendidos son las estrellas de cinco y siete picos, generalmente en rojo, amarillo y blanco. Los precios van desde 120 pesos hasta 700 en las de mayor tamaño, aunque estas últimas solo las hace bajo pedido.


Una pausa obligada, pero no definitiva

Hace cinco años, el destino sorprendió a Angélica en plena temporada. Un infarto cerebral la dejó con la mitad del cuerpo paralizada. Las piñatas ya estaban avanzadas, pero ella no podía mover el brazo ni mantenerse de pie sin dificultad.

Fue entonces cuando la solidaridad tocó a su puerta. Una vecina y su hermana se ofrecieron a ayudarla a culminar el trabajo.

“Me dijeron: ¿cómo es posible que se te quede todo el material si ya lo gastaste?”, recuerda con emoción.


Entre terapias y paciencia, logró recuperarse parcialmente; y aunque aun su brazo limita su movilidad y su pierna suele entumecerse, Angélica no ha dejado de hacer piñatas ni un solo año.

Camina con bastón, pero nunca sin determinación. Y si va al supermercado, se toma del brazo de su hija. “A veces me tropiezo porque siento que levanto la pierna, pero no la levanto bien”, relata. Sin embargo, al hablar de piñatas, todo rastro de preocupación se disipa.

El punto de venta donde la comunidad la espera cada año

Aunque trabaja desde su casa, su lugar de venta es un rincón muy particular: la banqueta de una plaza abandonada frente a Soriana Barrancos, justo en la esquina de Antonio Nakayama y Jeovanny Zamudio. Un sitio que en apariencia no promete mucho, pero que para decenas de familias significa tradición y confianza.

“Ahí me pongo”, dice. Y así lleva años: firme, puntual, conocida por quienes año con año buscan “las piñatas de la señora Angélica”.


Hay quienes incluso viajan desde colonias lejanas como Chulavista, o quienes la pagan por adelantado y regresan con camioneta para evitar maltratarlas.

Ese pequeño espacio urbano es más que su punto de venta: es la vitrina donde su esfuerzo se convierte en memoria para otras familias.

El taller familiar: manos que apoyan, manos que unen

Angélica no trabaja sola. Sus dos hijas, de 25 y 22 años, son parte esencial de la cadena artesanal. Una corta el papel, otra ayuda con el engrudo. Entre las tres habilitan el material y preparan todo para que Angélica dé forma a cada pieza.

La casa se convierte entonces en un taller donde cada miembro aporta algo; un ritual familiar que se repite año con año y que también sostiene el ingreso del hogar.


Para Angélica, hacer piñatas va más allá del ingreso económico. “A mí me sirve mucho como terapia”, confiesa. La mantiene concentrada, la relaja y le da un propósito cotidiano. Durante la charla, su voz revela que este oficio fue, en algún momento, ancla emocional y camino de recuperación.

Una tradición que se vuelve comunidad

En el sector ya la ubican. La buscan. Le gritan desde la calle cuando ven que ya puso sus primeras piñatas de diciembre. Saben que, mientras ella esté ahí, las posadas tendrán su espíritu completo.

Ella, por su parte, solo desea que sus hijas algún día continúen la tradición. Aunque reconoce que “es mucha friega”, sabe que vale la pena. Porque una piñata no es solo un adorno: es símbolo, es fiesta, es encuentro.



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