Don Pablo Ramírez transforma llantas usadas en muebles únicos, combinando reciclaje, arte y pasión en Loma de Rodriguera
Por: Francisco Castro
En una esquina soleada de Loma de Rodriguera, donde las calles todavía guardan la memoria de los años de caucho caliente y llantas por doquier, ahora reposan sillas tejidas, mesas circulares y maceteros con formas llamativas.
Allí, don Pablo Ramírez, un hombre de manos curtidas por el trabajo y mirada serena, ha logrado convertir un oficio de desgaste en un arte de esperanza.
A sus 66 años, este comisario y artesano ha dejado atrás la rutina de su vulcanizadora para dedicarse de lleno a la elaboración de artesanías con llantas recicladas, demostrando que el reciclaje puede ser tanto una solución ambiental como una fuente de belleza y sustento.
De la vulcanizadora al arte
Durante tres décadas, don Pablo operó una vulcanizadora en la comunidad, justo por la Obregón. “Viví de las llantas toda mi vida”, dice con una sonrisa, “pero lo que nunca imaginé fue que con las mismas llantas, después de tantos años, iba a volver a vivir... pero de otra manera”, relata para Tus Buenas Noticias.
Todo comenzó hace unos 15 años, no con una revelación mística, sino con un regaño doméstico.
“Mi esposa -doña Emma González- se enojaba porque los clientes reventaban las sillas de plástico”, cuenta entre risas. “Y fue ella la que me dijo: ‘¿Por qué no pones llantas y unas tablas arriba para que se sienten?’”. Esa frase plantó la semilla.
Luego, un amigo apodado “Nene” le sugirió hacer algo más formal: sillas rústicas con llantas recicladas. Así, don Pablo, con ayuda de un taladro, cuerdas y mucha paciencia, armó su primer prototipo.
“La primera silla la hice con dos llantas y un respaldo de madera. Un cliente la vio, le gustó y me ofreció mil pesos por ella. Ahí fue cuando se me prendió el foco”.
Artesanías de caucho, una nueva forma de vida
Desde entonces, don Pablo no ha parado. Cada creación pasa por un meticuloso proceso de corte, tejido y armado. Su herramienta principal es un cúter afilado y su insumo más valioso, el caucho de llanta reciclada.
“Primero corto las patas, luego tejo las partes de los asientos, el respaldo... uso prácticamente toda la llanta. Incluso la doble rodada, que es más resistente, la aprovecho para los arcos y soportes”, detalla.
El proceso de aprendizaje no fue inmediato. Los primeros dos años los dedicó a perfeccionar su técnica: probar diferentes tipos de llantas, experimentar con tejidos de cinturones de seguridad de autos, probar con llantas de motocicleta.
“Las llantas de moto son más duras, pero aguantan el sol, el peso... el uso rudo, pues. Las primeras que hice se rompían, pero aprendí con la experiencia. Hoy en día, tengo piezas que hice hace 15 años y siguen enteras”.
Su casa es su refugio y su taller
En su taller improvisado, ubicado justo en su casa, don Pablo organiza sus jornadas con precisión casi quirúrgica: “Un día me dedico a cortar, otro a tejer, otro a armar. Y así voy sacando los pedidos. Me mandan mensajes por WhatsApp y ahí me encargo de coordinar todo”.
Entre sus obras más destacadas están los juegos completos de sala, mesas de centro, maceteros, sillas para columpio y figuras decorativas con forma de moto o de cabeza de toro.
Cada pieza recibe un acabado brilloso gracias a un barniz especial que él mismo aplica, dando a sus creaciones no solo resistencia, también un acabado estético que atrae miradas.
Y aunque sus hijos no siguieron sus pasos en la artesanía, él no se desanima. “Yo les digo que no hay que menospreciar ningún oficio. Esto me ha llevado más lejos de lo que imaginé”. Y no exagera: sus productos han salido de Culiacán rumbo a California, Phoenix, Nuevo México y hasta Alemania.
“Una familia alemana se llevó un juego de salas. ¡Imagínate! Desde Loma de Rodriguera hasta Europa”, dice con orgullo.
Un oficio amigable con el medio ambiente
El impacto de su trabajo va más allá del ingreso económico. Para don Pablo, la artesanía es también una manera de cuidar el entorno.
“Siempre me ha gustado reutilizar. A veces la gente tira cosas buenas, y yo las veo y pienso: ‘esto todavía puede servir’. Las llantas, por ejemplo, en vez de que se queden contaminando, yo las convierto en algo útil y bonito”.
Su historia es un testimonio de reinvención. En un país donde muchos oficios tradicionales están siendo desplazados, él eligió adaptarse sin renunciar a su esencia.
Como comisario, sigue comprometido con el bienestar de Loma de Rodriguera. Pero ahora lo hace también desde el arte. Su taller, más que un espacio de trabajo, es un punto de encuentro donde lo visitan vecinos, curiosos, compradores y hasta estudiantes interesados en aprender su técnica.
Ha demostrado que las manos sabias pueden darle nueva vida a lo descartado, y que las ideas más brillantes pueden nacer, literalmente, de un regaño en casa.